sábado, 24 de mayo de 2014

RECORDANDO MÁS Y MÁS

(Anecdotario)

Angelina Díaz Pamplona Vda. De Valverde

Pero este barrio no sólo ha sido famoso por su devoción a San Nicolás, sino porque ahí también era muy nombrado un señor de nombre Heladio Peláez, mejor conocido por ‘’Don Layo el Brujo’’ y se recalcaba además ‘’El del Barrio de la Ermita’’. Este señor era, principalmente, un curandero muy hábil, pues cuando le llevaban a algún chamaquito muy grave, con la barriga muy crecida y con una fuerte diarrea, por ejemplo, él pedía que se lo dejaran para que con sus remedios y rezos pudiera sanarlo, haciendo creer a los ignorantes padres que la enfermedad del hijo era muy grave. De manera que ahí quedaban ‘’internados’’ con don Layo por algunos días.
Él, conociendo de sobra cual era el mal que quejaba a los niños que vivían en el campo por esa época, se surtía en la Botica La Salud, de una buena ración de vermífugos, o en su defecto, tía Jovita Guillén, le preparaba una infalible purga con aceite de ricino y gotas de esencia de quenopolio, que aunque sabía a rayos, se lograba que los chamaquitos arrojaran las lombrices por manojos y, como era lógico, los pobres chiquitillos sentían gran alivio. Don Layo Peláez, conocedor de muchos remedios que estaban a su alcance en la botica del pueblo, se comprometía a aliviar al lombriciento chamaco, pero para no perder su reputación de buen curandero, pedía que se los dejaran por un tiempo para así darles las dosis que él creía convenientes, según el caso.
En este mismo rumbo estaba avecindada una mujer a la que se le conocía solamente con el nombre de ‘’Juania’’ y cuya grotesca figura no pasaba desapercibida por la paisanada y mucho menos para los niños, porque, entre otras cosas, esta mujer tenía los labios sumamente gruesos, casi volteados y deformes los pies, pues en un pie tenía dos dedos y tres en el otro.
La gente de ese barrio le achacaban cuanta desaparición de gallinas ahí ocurriera, pues Juania, sin ser granjera, entregaba pollos al mayoreo a quienes se dedicaban a llevar estas aves al puerto de Acapulco, para su venta; aunque nadie pudo sorprenderla nunca cometiendo tal ilícito en alguno de los corrales. Sería por eso quizá, que Juania alardeaba de ser ‘’tona de onza’’ (de la palabra náhuatl tonalli que derivó en tonal que significa destino y onza un feroz felino nativo de estos lares) y respaldaba su afirmación con su inexplicable habilidad para atrapar gallinas, aún teniendo deformes los pies.
Caminando por la Calle Constitución, en la parte trasera de la cancha pública, había un lugar que nunca se ha borrado de mis recuerdos: es la casa propiedad de don Isaías Vázquez ‘’El Güero’’, muy conocido en el terruño. La casita estaba situada en el fondo y la llenaban de sombra los frondosos almendros que había a su alrededor. Tenía también un corral que protegía la gran variedad de flores: rosales, adelfas, Bertas, tulipanes, y muchas más que hacían que ese lugar luciera fresco y muy bello. Además de que con la cantidad que había de árboles de almendro, el fruto de estos cubría el piso como si fuera una alfombra con tonalidades rojas y amarillas. A mí, la almendra me gustaba más sin la pulpa que cubre el hueso y partir estos huesos en una piedra y
sacar la semillita o almendrita, se convertía para mi en la más emocionante y sabrosa odisea, pero que comía a montones repitiendo la acción de golpear el hueso de la almendra con una piedra.
Muy cerca de la casa de don Isaías Vázquez se hallaban ‘’las pailas’’, otro lugar muy típico de Ometepec. Por los años treinta esta industria era muy importante, pues el jabón de paila era muy solicitado, ya que no solamente servía para lavar la ropa, sino que también se usaba para algunas curaciones sencillas, como poner plantillas en los pies, mezclándolo con un poco de aceite rosado y unos granitos de sal, para bajar la fiebre alta. También se usaba para calillar a los recién nacidos y, además, la gente del pueblo tenía la creencia de que el jabón de paila, aliviaba a los bebés que lloraban mucho y se retorcían al estar en su cuna, porque los chincuales no los dejaban estar tranquilos. Entonces con el jabón de paila, que era muy blando, se manejaba amasándolo con el pequeño tallo de la conocidísima ‘’Flor maravilla’’, que se sembraba anteriormente en casi todos los jardines de los ometepequenses, y una vez preparado todo esto se introducía en el ano del pequeño, y había quienes aseguraban que este remedio, aplacaba las molestias que los parásitos que en mi tierra llamamos chincuales, producían.

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