(Anecdotario)
IN
MEMORIAM ANGELINA DÍAZ PAMPLONA VDA. DE VALVERDE
Otro recuerdo muy arraigado en mi mente es
que en el pequeño atrio de esa capilla había dos o tres árboles de ciruelas, de
esas que hay en nuestro rumbo, verdes, amarillas y rojas. Cuando brota el fruto
el árbol tira la hoja, de manera que ofrecen también un regalo para la vista,
pues se ven antojables y bonitos al cuajarse de apetitosas ciruelas, sin una
sola hoja, invitando a quien se acerque a estirara el brazo para cortar unas
jugosas ciruelas y saborearlas. Domina mi mente el recuerdo de una escapada que
me di, allá como en 1927, cuando con sólo 6 años de edad y en compañía de
Cholita Añorve Noriega, amiguita mía, tomé la determinación de visitar ese
barrio y en vez de entrar al colegio, que estaba en el viejo curato parroquial,
nos fuimos tomadas de la mano y llegamos hasta el pie de esos árboles de
ciruelas; una vez ahí, comimos ciruelas hasta saciarnos, después descansamos un
buen rato y al acercarse la hora de la salida de clases, regresamos a las
afueras del colegio a esperar que comenzaran a salir los alumnos. Cuando
calculamos que era conveniente, nos agregamos al grupo sin imaginar que la
madre superiora se había enterado de nuestra ausencia en el salón de clases y
había informado ya a nuestros respectivos padres. Yo llegué muy tranquila, en
apariencia y cuando saludé, mi padre me tomó de la mano y sin decir una sola
palabra me condujo hasta una habitación, muy alejada de donde se hallaban los
demás, me hizo preguntas con toda la calma que lo caracterizaba y al tratarle
de mentir, me dio tres azotes demasiado fuertes, con una varita de cohete que
nunca podré olvidar, pues me dolieron tanto esos varazos y sobre todo, me
asusté tanto al ver a mi papá tan enojado conmigo por la ‘’hazaña’’ que había
yo realizado, que sigo recordando la arrepentida que me di.
Tampoco he podido olvidar lo que pasó
cuando sentí la famosa varita con tanta fuerza en mis desnudas piernas: ¡me hice pipí! Pero santo remedio porque jamás volví a irme
de escapada.
Por ahí en la parte de atrás de la capilla
de El Carmen, vivía una señora de nombre Rutila, pero todos la llamaban
‘’Rútila’’, así con acento en la primera sílaba. Ella de joven tenía el oficio de lavandera y
ya siendo mayor se dedicaba a vender agua de chicayote ¡qué deliciosa la hacía!... espesita, con
rodajas de limón y en olla de barro para que se mantuviera fresquecita. Las
jícaras en las que servía el agua de chicayote, estaban siempre extremadamente
blancas, de manera que se hacía más antojable esta agua fresca.
Muy cerca del Barrio de El Carmen, se haya
el Barrio del Tanque, al que se le llamó así por lo que narraré enseguida; Este
bario no es muy extenso, pero sin muy concurrido y con un colorido especial, ye
que de todas partes acudían gentes para obtener el agua que necesitaban en sus
hogares y al igual que en la pila del zócalo, los que llegaban con sus latas,
cántaro o cubetas, tenían que hacer fila y surtirse de agua como iban llegando.
Había al final de la calle Vicente Guerrero, del lado poniente, un tanque
grande que estaba empotrado sobre una roza donde brotaba el agua, la cual con
el tiempo fue entubada para que el vital líquido se aprovechara al máximo, y la
verdad que así fue, porque cuando carecíamos de la infraestructura del agua
potable, este tanque solucionó muchos problemas en gran parte de la población.
Siguiendo hacia el poniente, en esa misma
calle, vivía otra señora muy conocida y famosa por exquisito pozole que
preparaba- Me refiero a Chona Solano, reconocida como la mejor pozolera de
aquellos años. Recuerdo muy bien que preparaba su pozole con maíz criollo, de
ese pequeño que se usa para las tortillas. Por allá en Chilapa o en
Chilpancingo, se conocía el maíz cacahuazintle que es especial para hacer
pozole, pero Chona hacía el pozole –como antes dije- con maíz criollo ¡y que
sabroso le quedaba!. Había logrado darle
un punto tan acertado, que los domingos por la mañana, que era cuando ella
vendía el pozole, salía de su casa acompañada de alguien más para que le ayudar
a cargar la pesada olla, mientras ella llevaba los platos, las cucharas y una
cubeta con la carne de puerco para desmenuzar sobre el pozole. Las personas que vivíamos en el centro,
esperábamos desde temprana hora la llegada de Chona para desayunar el rico
pozole, pero cuando llegaban las ocho o nueve y Chona no llegaba, entonces
teníamos que salir a su encuentro, ya que a ella en cada esquina la detenían
quienes deseaban saborear ese pozole que la hizo tan famosa: caldosito,
especito y con el maíz suave.
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